Hay cosas que empiezan con algo tan simple como un roce. Puede ser un roce de índole variada; puede ser pedido, querido, inesperado, robado.. No voy a explicarlos todos porque los supongo conocidos. Creo que, de todos los tipos de roces, los más peligrosos son los que te dan de sorpresa pero que, desde ese momento, eres incapaz de vivir sin ellos. Tampoco necesito explicar por qué son los más peligrosos.
Los roces se suman, multiplican, vuelven cada vez más indispensables y cuando vives en un momento de plenitud, éxtasis, donde todo se reduce a esos momentos y no eres consciente de lo demás, te das cuenta de la realidad. Nada es lo que parece, porque aunque tú lo obvies, la vida está ahí y que todo te parezca maravilloso no va a impedir que se quede aislada en un recoveco.
Mi opinión, forjada a base de pensar, es que es mejor estar en plenas facultades que en esta utopía. No paso unos momentos buenos, y nunca nadie entenderá por qué, pero he abandonado cosas que quiero por las que debo. No estaré mejor, eso sin duda, pero poco a poco me doy cuenta de que lo estaré.
Los roces son como la droga. Los primeros días sin ellas pueden ser los peores, pero todo irá a mejor tarde o temprano. Quien sabe, puede que aparezcan otros roces, no mejores pero sí más saludables. Son los que hay que aprender a aceptar y valorar, alejándose de los más peligrosos.
Al final, en la mayoría de los casos, los roces más placenteros sólo son roces, sin nada más, buscas en su interior y no encuentras nada. Y te sientes bien por alejarte de ellos.
Con el tiempo, siempre echas de menos esos roces que te enloquecían, y nada puedes hacer para evitarlo. Puede que nunca lo experimentes, pero si lo haces, tendrás que aprender a vivir con ello.
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