Hoy, me ha dado por recordar a mis novios de la infancia. A mis novios, por llamarlos de alguna manera, la verdad es que no sé cómo se debería denominar a esa serie de personas que van pasando por tu vida, de una forma más o menos romántica e idílica, cuando tú todavía no sabes ni lo que son los problemas del amor.
Me ha dado por recordar a mi primer novio, aquel con el que nunca me besé. Por recordar al segundo, aquel con el que lo primero que hice fue besarme. O todas aquellos que pasaron después, siendo más o menos novios, hasta que descubrí el significado de esa palabra. Lo bonito de los novios de la adolescencia es que, aunque a mí personalmente no me ayudaran demasiado a descubrir lo que quería de alguien que iba a estar a mi lado, sí me ayudaron a descubrir lo envidiosas y ciertamente especulativas que pueden llegar a ser las personas.
Con mi primer novio descubrí esas mariposillas en el estómago, el pensar que habías encontrado al amor de tu vida (cuando no tenía nada que ver contigo) a tan temprana edad y que ya no tendrías que preocuparte en el futuro del amor. De hecho, no tendrías que preocuparte en absoluto, porque era una tarea que ya habías resuelto, sólo te quedaba disfrutar del amor para siempre. Sin embargo, con mi primer novio también descubrí el don que tienen las personas de meterse donde no les llaman; y me sorprende comprobar que era siendo tan jóvenes cuando desarrollabas ese don que se potenciaría en el futuro sin parar. La relación acabó, se podría decir, a la vez que empezó, con mucho “amor” de por medio y con un chaval de por medio también, que se encargó de jugar al teléfono escacharrado hasta que no pudimos más.
Con mi segundo novio descubrí el desamor. Fue ese tipo de personas que los demás se empeñan en meterte en la cabeza hasta que, lógicamente, se te mete. Es ese momento que nos gusta decir a muchos de “¿fue tu idea o fue cosa de los demás?”. La respuesta estaba clara. Me duró el amor lo mismo que tardé en darme cuenta que no tenía ni pies ni cabeza esa relación, que ni yo quería nada de él ni él quería nada de mí (aunque él probablemente no lo supiera hasta mucho más tarde). Esta dinámica se ha repetido más de una vez en mi vida y, por desgracia, en ocasiones ya no pude echarle la culpa a mi adolescencia.
Con mi tercer novio descubrí las falsas amistades. Fue curioso que esta historia diera al traste con una de las amistades más esperpénticas que he tenido en mi vida, de estas que sabes que no van a llegar a ninguna parte y que sólo te van a dar problemas, pero que aún así dedicas todos tus esfuerzos a mantenerlas sabe Dios por qué. Con este novio descubrí que no debes mezclar amistad y amor, menos cuando tienes esas edades en la que todo se magnifica, como si de Gran Hermano se tratase. Se podría decir que tras obtener el beneplácito de esta amistad para seguir adelante con mis absurdos intentos de relación, me di de bruces con el “donde dije digo, digo Diego”. Aquí, por suerte, ya tenía suficiente hastío por los hombres como para no perder el tiempo aguantando a uno y a otra.
Desde este momento en adelante, di un salto de madurez en todos los aspectos de mi vida y, en consecuencia, en el amor. Rechacé todo tipo de relación durante los siguientes años, descubriendo en ellos que es mejor estar sola que mal acompañada y que las mejores épocas del instituto se viven SÓLO con amigos, dejando a un lado el amor adolescente, que por mucho que hablen de él con palabras bonitas y moñas, en un jodido sufrimiento (dicho mal y pronto). Lo que viene a continuación son relaciones con mayor o menor atino, aunque he de reconocer que salvo excepciones la tendencia siempre ha sido a la baja, que me han aportado más bien nada en la vida. Se dice generalmente que una no tiene suerte en el amor cuando en realidad quiere decir que no da pie con bola; yo con el paso del tiempo me he dado cuenta de que mis decisiones no han sido del todo las buenas de cara a mantener relaciones. Tengo bien claro lo que quiero en la vida y he actuado como debía ser en cada uno de los momentos correctos para llegar hasta donde estoy ahora. Eso sí, que no me hablen de novios…
A lo mejor con el tiempo descubro que lo de tener relaciones con atino es una más de las virtudes que puede tener el ser humano, y así como yo tengo el don de estudiar y poder sacarme una carrera complicada, no tengo el don de dar con las buenas relaciones. De momento, a día de hoy, le he dado un giro radical a mis decisiones en cuanto a parejas y tipos de relaciones que quiero tener en mi vida. No es un giro fácil para muchos, ya se sabe que las relaciones modernas están sujetas a muchas trabas, pero por lo menos me siento más agusto intentando lidiar con varias personas a la vez que con las convenciones tradicionales del amor adolescente. Lo fácil que lo habríamos tenido naciendo en la época romana...
Foto: MissLaurelle
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