Supongo que la vida es como el ajedrez, algo que evoluciona pero conserva en su sombra las reminiscencias de lo que siempre fue, por mucho que quiera cambiarlo. Un juego de fichas que tienen sus formas de moverse y que no pueden escoger libremente hacerlo de otra manera. Unas fichas que tienen sus casillas de movimiento y que no pueden cambiarse de bando en cuanto les apetezca. En general, un juego en el que alguien te maneja a su antojo hasta que termina la partida.

El metro es como un juego de ajedrez. Nunca te has cuenta de que todos saben donde posicionarse hasta que un día te toca hacerlo a ti o decides levantar la vista de ti mismo. Y las personas se colocan un sitio sí, otro no, otro sí, otro no; mientras que en los asientos de enfrente se sitúan uno no, otro sí, uno no, otro sí en un complejo esquema de ajedrez donde aunque los colores no se vean, los equipos están claramente diferenciados. A lo mejor el ajedrez es deporte porque los equipos luchan por algo, que aunque no saben qué es, se plasma delante de ellos.

El amor es como un juego de ajedrez. Te mantienes en una posición determinada durante tanto tiempo que al final te das cuenta de que todas las fichas se han movido y sólo tú eres libre de cambiar de posición, pero como en todo juego sólo puedes hacer un movimiento y nunca te permiten modificarlo. Fallas, por haberte quedado tanto tiempo viendo a las fichas moverse, y cuando quieres echarte para atrás las reglas te lo impiden. Te queda seguir hacia delante como los burros, sin fijarte en las fichas que van muriendo a tu alrededor ni en el enemigo que se acerca, hasta que eres tú quien ya no puede moverse y las fichas de alrededor avanzan posiciones hasta ti. A lo mejor el ajedrez es deporte porque siempre hay alguien que termina siendo el perdedor.