Una, tarde o temprano, se tiene que enfrentar a las consecuencias de sus actos. Y no es un hecho descubierto, no es una hazaña epopéyica ni un viaje fructífero, una odisea espacial en la que reencontrarse con las vivencias del pasado y meditarlas para realizarlas (o no) en el futuro venidero. Simplemente es una consecuencia de los actos que trajeron consecuencias.
Hay muchas cosas que diría, que haría y desharía y que enterraría en el cajón de las vergüenzas humanas para no dejarlas escapar jamás. Pero sin duda, todas esas cosas van a parar al único lugar al que se precipitan: yo. Y yo no son nada más que esto, nada más que estas líneas que corren por una página dispuesta para la lectura. Ideas que se resuelven y se entremezclan entre las cosas que digo, pienso y a veces ni medito.
Hay muchas cartas nunca escritas. Muchos viajes oceánicos muertos por la tecnología que nunca se realizaron. Cartas perdidas a la deriva entre los sueños de unos y las desgracias de otros. Cartas que predijeron futuros oscuros y tenebrosos y otras que conjuraron el amor de siempre, ancestralmente secuestrado. Miles de líneas escritas que forman parte de esta, la recreación de mi misma. O quizá soy yo parte de la recreación de esas líneas que hicieron mil cartas de sus mil palabras.
Pero al final, las cartas terminan en un punto, son metáforas con una caducidad, papeles que se vuelven amarillentos y se descomponen con el paso de los días. Cartas que, irremediablemente, mueren. Y hay decenas de esas cartas que son consecuencias de las consecuencias de mis actos. Hay días en los que hay que escribir cartas.
Remover la vida, después de un periodo de tiempo corto que se torna eterno, no es más que amargar la existencia de personas que decidieron, tras asumir sin remedio los andares de otros, abandonar esas cartas para no encontrarlas jamás. Pero esta soy yo, y yo me remuevo y mi vida con ello y sólo me queda pensar que estas líneas las escribo para mí, y nadie más, y que con ello no crearé consecuencias de las consecuencias de las consecuencias de mis actos. Porque toda consecuencia toca a su fin.
Hoy escribo una carta nunca escrita. Pero como nunca fue escrita ni deberá serlo, la dejaré de forma difuminada con el propósito de que su contenido se pierda en los hilos del tejido de mis líneas. Hoy desvelo mis sueños, que junto con mi personalidad sufren desasosiego. Sé, que en algún momento de mi vida, el pesimismo pudo a todo lo que yo quería para ella. Y es que hay veces que deseamos la felicidad en nuestras vidas, pero no la podemos tener.
Sé, que por un largo periodo de tiempo, encontré la felicidad en el lugar que menos pensé que podría hallarla, en esos viajes oceánicos de cartas con destino, de idas y venidas. Y sé que la quise para mí, toda, sin compartirla con nadie. Quería esa felicidad que muchos deseaban y que yo tenía a mi alcance, y que me hacía tan feliz.
Lloré, lloré porque la felicidad me llenaba de dicha y lloré de desdicha, en momentos en los que me atacaba la soledad. Lloré por ser más egoísta incluso, y de querer esa felicidad para mí, para mí y cerca, a mi lado. Esperé que algo que, tarde o temprano, podría convertirse en una realidad, se hiciera efectivo en el momento. No quise esperar durante mi espera, y me desesperé.
Y es que así soy yo, no puedo vivir de sueños. Porque los sueños pueden no cumplirse, y yo no estaba dispuesta a que mi sueño no se cumpliera, antes de eso prefería no tener sueños que no se pudieran realizar. Y abandoné mis cartas. Abandoné mis cartas y mis sueños y mi felicidad, que tan egoístamente había guardado. Y reflexioné durante mucho tiempo que, después de todo, no me quedaba vida que vivir lejos de esa felicidad, que la había hecho tan mía que en mi vida no había nada más que los recuerdos de esa felicidad, cartas en todas partes, momentos que versaban sobre ella, instantes, libros, música...
Hoy todavía me sorprendo de encontrar los recuerdos de esas cartas en cualquier parte. Me alejé de una felicidad que no tenía por completo, en mi posesión y pesimismo, y asumí que, aunque lejos, esa felicidad me perseguiría por siempre, sabedora que de ya no volvería a serlo jamás. Decidí llevar mi vida, y dejar que los demás llevaran la suya. Sé, que la situación me embriagaba, y que las cartas se volvieron nocivas e hicieron daño a todos por igual. Y en mi interior tenía más presente que el daño de esas cartas no podría repararlo, que cada día en mi interior crecía más la idea de que sería imposible mantener esa felicidad de la forma que yo quería.
Dicen que el amor es cosa de dos, y yo creo que la felicidad también. Y que si uno no desea la felicidad es imposible que el otro pueda obtenerla. Son cartas que versan sobre lo mismo, pero que llevan rumbos distintos. Ahora en mi vida no está esa felicidad que me llenaba cada mañana, mis pensamientos son otros y, en un espacio bastante corto, he aprendido que las palabras más hirientes son las que no se dicen y que, al fin y al cabo, perdí la madurez por el camino.
Son cartas que nunca deberé escribir, mil cartas que tengo guardadas en un cajón con un único destinatario y una sola dirección. Son cartas que no saldrán de ese lugar, porque traen capricho, indecisión. Cartas que decidí dejar atrás, tiempo que hice malgastar, vidas que no quise conocer. Puede que si ninguna carta hubiera sido escrita antes de las consecuencias, mi vida hubiera sido totalmente distinta, hubiera conocido a personas que dejé de conocer, hubiera hecho vida que nunca hice.
Pero nunca me arrepentiré de haber escrito esas cartas y de haber hecho esa elección. Perdí la felicidad, sí, y quizá nunca sepa qué hubiera pasado si hubiera elegido retenerla a mi lado, pero a mí sólo me queda pensar que la felicidad se quedó demasiado grande para mí, y que no quise arrastrar a mi mundo a cartas de colores que no deben quedarse amarillentas y ajadas jamás.
Estas son las cartas que nunca escribí, son las cartas que siempre guardé y puede que algún día alguien quiera que vean la luz. De momento, son pensamientos que se quedaron atrás, cuando unos decidimos callar y no hablar, y otros decidieron abandonar. No obstante, hay cosas que no cambian, y aunque mil cartas sean guardadas, sólo existe la verdad de todo esto. Una verdad nunca escrita.
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