{Franco dolor}
Te quieres sentir bien. Te relajas y respiras, porque seguramente no debe haber otro momento en el día que te permitas hacer eso. Las pérdidas de tiempo y el poco empleo producente del mismo te hacen pensar que escodes tu desidia entre cartones de despotismo, de mentiras e injurias. Mentir es más fácil que ser francos, que dictar a tu vida el camino de la veracidad.
Ser sincero duele. Duele en el alma porque te hieres a ti mismo. La gente sufre de tus palabras, sufre de que por mucho que quieran, saben que todo lo que tu viperina lengua transmite es verdad. Y la verdad es cruenta y certera. Un arma de doble filo que ataca sin contemplación a aquel que recibe las duras palabras y el que las vocaliza.
La sinceridad no es amable. No contempla los matices de que las palabras puedan ser dichas con un tacto desmedido. La verdad es tan pura que la única forma de que siga siendo ella misma es en blanco, o en negro: la verdad sin cortinas, sin bonitos vestidos de atractivo, sin palabras de dulzura y sin agradables miradas. La veracidad de las palabras es un puñal directo a corazón, un puñal de extremos afilados que une a dos personas en una desgracia.
Aquel que dice la verdad con mayor o menor acierto, con más voluntad que los demás, está condenado. Ver el mundo sin un velo de visillo, sin nubes ni niebla premeditada. Y duele verlo todo, con todos los aspectos y arrojos. Cuando alguien se embarca en la empresa que es la sinceridad sabe que tiene que jugar con más variables defensivas de las que hubiera querido. La verdad se convierte en secretismo, en soledad, en rechazo. Todo lo que te obliga a guardar rencor, odio, venganza. La inocencia es sólo una mentira más del mundo. La verdad puede que simplemente sea la mentira más concienzuda de todas.
Y cuando te das cuenta de que las personas siguen con sus vidas llenas de mentiras, sin querer ni un solo instante esa verdad con la que has guiado todos tus pasos, piensas en si podrás pensar con la misma claridad de un principio. Sin soledad, secretismo, rencor...simplemente con esperanzas de franqueza. Y ves que, después de todo, ni siquiera la verdad sabe a verdad.
Ser sincero duele. Duele en el alma porque te hieres a ti mismo. La gente sufre de tus palabras, sufre de que por mucho que quieran, saben que todo lo que tu viperina lengua transmite es verdad. Y la verdad es cruenta y certera. Un arma de doble filo que ataca sin contemplación a aquel que recibe las duras palabras y el que las vocaliza.
La sinceridad no es amable. No contempla los matices de que las palabras puedan ser dichas con un tacto desmedido. La verdad es tan pura que la única forma de que siga siendo ella misma es en blanco, o en negro: la verdad sin cortinas, sin bonitos vestidos de atractivo, sin palabras de dulzura y sin agradables miradas. La veracidad de las palabras es un puñal directo a corazón, un puñal de extremos afilados que une a dos personas en una desgracia.
Aquel que dice la verdad con mayor o menor acierto, con más voluntad que los demás, está condenado. Ver el mundo sin un velo de visillo, sin nubes ni niebla premeditada. Y duele verlo todo, con todos los aspectos y arrojos. Cuando alguien se embarca en la empresa que es la sinceridad sabe que tiene que jugar con más variables defensivas de las que hubiera querido. La verdad se convierte en secretismo, en soledad, en rechazo. Todo lo que te obliga a guardar rencor, odio, venganza. La inocencia es sólo una mentira más del mundo. La verdad puede que simplemente sea la mentira más concienzuda de todas.
Y cuando te das cuenta de que las personas siguen con sus vidas llenas de mentiras, sin querer ni un solo instante esa verdad con la que has guiado todos tus pasos, piensas en si podrás pensar con la misma claridad de un principio. Sin soledad, secretismo, rencor...simplemente con esperanzas de franqueza. Y ves que, después de todo, ni siquiera la verdad sabe a verdad.
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