{Me falta un día}
Hay veces que me pierdo. No sé sinceramente dónde debo de andar ni cuál debe ser esa situación que haga que mis horas pasen escondidas por detrás mía, me toquen el hombro izquierdo para que me gire y salgan corriendo por un pasillo diestro. El Domingo-Lunes fue un día de esos. Uno de esos días donde pierdes el tiempo obligatoriamente para llegar a la hora exacta que uno quiere y luego, por azar no apto para cardiacos, pierdes el tiempo desenfrenadamente con vanos intentos de volver a cogerlo rápido.
Esto de que el metro decida optar por los servicios mínimos justo cuando yo estoy en Madrid es algo inaudito, muy gafe, o desternillante, según sea la persona que acoja la noticia. Si bien es cierto que el hecho de que una amiga tenga que coger el avión a la hora que el metro está cerrado no es culpa de los trabajadores públicos que hacen huelga. Y es entonces cuando tenemos que esperar durante toda la madrugada, desde las 11 o 12 de la noche del Domingo, un avión que no aterrizará hasta las 4 y media de la madrugada. Pero ya sabemos que estas cosas hay que tomárselas con filosofía y humor, y pasar todas esas horas charlando puede ser una hazaña posible. Luego entran factores externos como aspersores o suelos duros de la Terminal 1, o personas metidas en su vehículo dispuestos a pegarte por si, de casualidad, eres un ladrón.
El problema, porque siempre hay uno, es que a las 4 y media descubras que el vuelo se ha retrasado y que esa persona no llegará hasta las 8 menos veinte. ¿Cuál es el problema, la larga espera? Pues no, no. El problema es que podía haberme pasado la noche en la cama y madrugar para ir a Barajas, en lugar de tener que, en el último recurso y como solución a la falta de palabra, dormir en un banco durísimo al lado de una pecera con pececitos de color naranja.
Todo tiene su fin, la alegría que causa el saber que todo ha terminado, y la apremiante sensación de que cuando alguien te habla de la noche de ayer, no sepas en qué momento exacto sucedió eso, si en el momento en el que entraste en el aeropuerto de noche, o en el momento en que llegaste a tu casa de día.
Esto de que el metro decida optar por los servicios mínimos justo cuando yo estoy en Madrid es algo inaudito, muy gafe, o desternillante, según sea la persona que acoja la noticia. Si bien es cierto que el hecho de que una amiga tenga que coger el avión a la hora que el metro está cerrado no es culpa de los trabajadores públicos que hacen huelga. Y es entonces cuando tenemos que esperar durante toda la madrugada, desde las 11 o 12 de la noche del Domingo, un avión que no aterrizará hasta las 4 y media de la madrugada. Pero ya sabemos que estas cosas hay que tomárselas con filosofía y humor, y pasar todas esas horas charlando puede ser una hazaña posible. Luego entran factores externos como aspersores o suelos duros de la Terminal 1, o personas metidas en su vehículo dispuestos a pegarte por si, de casualidad, eres un ladrón.
El problema, porque siempre hay uno, es que a las 4 y media descubras que el vuelo se ha retrasado y que esa persona no llegará hasta las 8 menos veinte. ¿Cuál es el problema, la larga espera? Pues no, no. El problema es que podía haberme pasado la noche en la cama y madrugar para ir a Barajas, en lugar de tener que, en el último recurso y como solución a la falta de palabra, dormir en un banco durísimo al lado de una pecera con pececitos de color naranja.
Todo tiene su fin, la alegría que causa el saber que todo ha terminado, y la apremiante sensación de que cuando alguien te habla de la noche de ayer, no sepas en qué momento exacto sucedió eso, si en el momento en el que entraste en el aeropuerto de noche, o en el momento en que llegaste a tu casa de día.
0 huellitas