Es en estos momentos (como en tantos otros que pasaron o sucederán) en los que hablar de algo en particular me agrada mucho más que viajar por los derroteros de las incoherencias que con dos palmadas intento espantar. Han tenido que pasar muchos dÃas para escribir una vez más en este blog, del que prometà hacer un lugar lleno de letras y al que con cada segundo mantengo más lejos de mÃ. La explicación es simplemente sencilla: inspiración. Leo las últimas cosas que escribo y me da miedo mirarlas desde arriba, por si desde otra perspectiva puedo verles más fallos de los que ya le encuentro.
Escribir es un don que no debe menospreciarse, ni tomar a la ligera. Y me perjuré que hasta que en mi mente no se formara la firme idea de escribir sobre algo, mis manos no tocarÃan un teclado que me llevara a una nueva perdición. Graciosamente, es en las dos entradas que escribà en Agosto cuando más gente me ha dicho que maravillaron con mi prosa. Y sin ánimo de tirar los sueños de aquellos que pudieron pensar que a partir de ahora escribirÃa de esa guisa, vengo con un golpe de autoridad perdido entre las páginas de mi libreta (aquella que, sin quererlo *como tantas otros objetos* fue libro de cuentos, biografÃa y manual de ajedrez en apenas unos minutos).
Llevo dos dÃas planeando esta entrada, para ver si merecÃa la pena escribirla o las ganas se me quitarÃan de pronto y, viendo que la emoción me ha vuelto a sacudir en estos instantes por dos dÃas seguidos, creo suficiente el tiempo de espera (los exámenes serán otro dÃa). Puestos a ello, las disculpas dadas y se recogen en el aire, si se afianzan en el suelo pierdo mis caracterÃsticas.
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"Un dÃa nublado de treinta y seis. Las ganas de correr hacia la ventana a saborear el aire, amigo de todas las desgracias y penas; enemigo de las alegrÃas en cuanto serpentea por tu puerta para evitar la salida. Te pierdes en los derroteros de tus pensamientos, pausada, esperando encontrar el último aliento para lanzarte hacia las nubes.
La llegada al hogar fue la misma de esa semana: sudores recorriendo tu espalda, el sostén demasiado ceñido, la reciente oleada de calor que sacudÃa la ciudad ahora sacudÃa tu nuca, tus manos, tus hombros incapaces de sostener más el bolso, despedido hacia un rincón.
La tarde solitaria era lo único que te esperaba, la televisión encendida en algún momento entre el descalzarte y subir las escaleras hacia tu cuarto. Lanzas los zapatos con la misma furia con la que antes tiraste el bolso, sin compasión. Desabrochas los botones de tu camisa con tranquilidad, mientras miras en el espejo la figura de una mujer desvestida y malhumorada. Dejas que las medias bajen solas por tus muslos, deslizándose suavemente por el contorno de tus piernas hasta tocar el suelo.
Libre del aprisionamiento del sostén, te niegas a ponerte otro y te decantas por una ligera camisa de seda, perdida entre la lencerÃa. En otro dÃa caluroso como aquel, ni ganas tienes de ponerte algo más que la ropa interior y una camisa, ni te importan las miradas que ocasionalmente puedan verte cuando pasas frente a una ventana.
Bajas de nuevo las escaleras y sin mirar a la pantalla sabes que uno de tantos programas del corazón está entrevistando a aquella mujer que pegaba bandazos por las cadenas de televisión, sin mucho éxito. La pereza te impide ducharte, pero puede que una botella bien frÃa de cualquier bebida te ayude con el calor, el pesimismo y la cero energÃa que en esos instantes acumulas.
Suena el timbre.
Ni siquiera te preguntas quien es, con inercia dejas el frigorÃfico medio abierto para dirigirte hacia la puerta. La sorpresa es lo último que podrÃa pasar por tu cara en esos instantes, ciertamente no esperabas su visita, pero ninguno pasa por un buen momento sentimental y los males llaman a otros males. Os sentáis en el sofá y dejando fluir tus sentimientos por primera vez en todo el dÃa, le cuentas lo sucedido aquella noche de sueños y esperanzas, en la que tu amado no acudió a verte ni ese dÃa ni ningún otro y, mientras esperabas eternamente, el amanecer te devolvió a la realidad de tu cama vacÃa de él. Tu visitante te consuela, empatizando contigo, pues él se habÃa dormido una noche, sin casa, sin pareja, sin amor y sin ganas de vivir.
Fue entonces cuando te besó y eso verdaderamente te sorprendió. Te alejaste lento, para no sobresaltarlo ni a él ni a ti misma. Lo miraste sin comprender, y os entregasteis con las ganas de dos personas rechazadas.
Entonces el calor se hizo insoportable. Sus manos ásperas se colaron por tu camisa y recorrieron tu espalda, recogiendo las gotas de sudor que allà permanecÃan. Tú, a horcajadas sobre él, no pudiste hacer más que agarrar su cabeza con desespero y guiarla hacia tus pechos, de manera natural y premeditada.
La ropa, en algún momento perdida en los recuerdos, quedó cerca de aquel bolso desaprensivo, y ya no hubo barreras fÃsicas para culminar el deseo enardecido, entre sus manos aprisionando tus nalgas, y los labios saboreando un cuello sin gusto.
Subidas y bajadas constantes, respiración furiosa y desenfreno acumulado, tus súplicas de sexo sincero y su mirada recorriendo tu cuerpo. Sólo los besos de lenguas entrelazadas y dientes mordisqueantes creyeron algo en ese momento. El calor se pegaba a la piel, y ardiendo no encontrabas la manera de terminar con él, restregándote airosa y abrazada al cuerpo de tu visitante.
Un suspiro entrecortado, un jadeo sumado a otro, y el fin de aquel momento Ãntimo y lastimero. Satisfechas las ganas de aquella joven que abandonó al visitante, y tus ganas de aquella noche en la que nadie estuvo para acompañarte.
La despedida y el último beso, el beso de dos personas saciadas, unidas en desgracia, pero igualmente solas y desganadas."
Escribir es un don que no debe menospreciarse, ni tomar a la ligera. Y me perjuré que hasta que en mi mente no se formara la firme idea de escribir sobre algo, mis manos no tocarÃan un teclado que me llevara a una nueva perdición. Graciosamente, es en las dos entradas que escribà en Agosto cuando más gente me ha dicho que maravillaron con mi prosa. Y sin ánimo de tirar los sueños de aquellos que pudieron pensar que a partir de ahora escribirÃa de esa guisa, vengo con un golpe de autoridad perdido entre las páginas de mi libreta (aquella que, sin quererlo *como tantas otros objetos* fue libro de cuentos, biografÃa y manual de ajedrez en apenas unos minutos).
Llevo dos dÃas planeando esta entrada, para ver si merecÃa la pena escribirla o las ganas se me quitarÃan de pronto y, viendo que la emoción me ha vuelto a sacudir en estos instantes por dos dÃas seguidos, creo suficiente el tiempo de espera (los exámenes serán otro dÃa). Puestos a ello, las disculpas dadas y se recogen en el aire, si se afianzan en el suelo pierdo mis caracterÃsticas.
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"Un dÃa nublado de treinta y seis. Las ganas de correr hacia la ventana a saborear el aire, amigo de todas las desgracias y penas; enemigo de las alegrÃas en cuanto serpentea por tu puerta para evitar la salida. Te pierdes en los derroteros de tus pensamientos, pausada, esperando encontrar el último aliento para lanzarte hacia las nubes.
La llegada al hogar fue la misma de esa semana: sudores recorriendo tu espalda, el sostén demasiado ceñido, la reciente oleada de calor que sacudÃa la ciudad ahora sacudÃa tu nuca, tus manos, tus hombros incapaces de sostener más el bolso, despedido hacia un rincón.
La tarde solitaria era lo único que te esperaba, la televisión encendida en algún momento entre el descalzarte y subir las escaleras hacia tu cuarto. Lanzas los zapatos con la misma furia con la que antes tiraste el bolso, sin compasión. Desabrochas los botones de tu camisa con tranquilidad, mientras miras en el espejo la figura de una mujer desvestida y malhumorada. Dejas que las medias bajen solas por tus muslos, deslizándose suavemente por el contorno de tus piernas hasta tocar el suelo.
Libre del aprisionamiento del sostén, te niegas a ponerte otro y te decantas por una ligera camisa de seda, perdida entre la lencerÃa. En otro dÃa caluroso como aquel, ni ganas tienes de ponerte algo más que la ropa interior y una camisa, ni te importan las miradas que ocasionalmente puedan verte cuando pasas frente a una ventana.
Bajas de nuevo las escaleras y sin mirar a la pantalla sabes que uno de tantos programas del corazón está entrevistando a aquella mujer que pegaba bandazos por las cadenas de televisión, sin mucho éxito. La pereza te impide ducharte, pero puede que una botella bien frÃa de cualquier bebida te ayude con el calor, el pesimismo y la cero energÃa que en esos instantes acumulas.
Suena el timbre.
Ni siquiera te preguntas quien es, con inercia dejas el frigorÃfico medio abierto para dirigirte hacia la puerta. La sorpresa es lo último que podrÃa pasar por tu cara en esos instantes, ciertamente no esperabas su visita, pero ninguno pasa por un buen momento sentimental y los males llaman a otros males. Os sentáis en el sofá y dejando fluir tus sentimientos por primera vez en todo el dÃa, le cuentas lo sucedido aquella noche de sueños y esperanzas, en la que tu amado no acudió a verte ni ese dÃa ni ningún otro y, mientras esperabas eternamente, el amanecer te devolvió a la realidad de tu cama vacÃa de él. Tu visitante te consuela, empatizando contigo, pues él se habÃa dormido una noche, sin casa, sin pareja, sin amor y sin ganas de vivir.
Fue entonces cuando te besó y eso verdaderamente te sorprendió. Te alejaste lento, para no sobresaltarlo ni a él ni a ti misma. Lo miraste sin comprender, y os entregasteis con las ganas de dos personas rechazadas.
Entonces el calor se hizo insoportable. Sus manos ásperas se colaron por tu camisa y recorrieron tu espalda, recogiendo las gotas de sudor que allà permanecÃan. Tú, a horcajadas sobre él, no pudiste hacer más que agarrar su cabeza con desespero y guiarla hacia tus pechos, de manera natural y premeditada.
La ropa, en algún momento perdida en los recuerdos, quedó cerca de aquel bolso desaprensivo, y ya no hubo barreras fÃsicas para culminar el deseo enardecido, entre sus manos aprisionando tus nalgas, y los labios saboreando un cuello sin gusto.
Subidas y bajadas constantes, respiración furiosa y desenfreno acumulado, tus súplicas de sexo sincero y su mirada recorriendo tu cuerpo. Sólo los besos de lenguas entrelazadas y dientes mordisqueantes creyeron algo en ese momento. El calor se pegaba a la piel, y ardiendo no encontrabas la manera de terminar con él, restregándote airosa y abrazada al cuerpo de tu visitante.
Un suspiro entrecortado, un jadeo sumado a otro, y el fin de aquel momento Ãntimo y lastimero. Satisfechas las ganas de aquella joven que abandonó al visitante, y tus ganas de aquella noche en la que nadie estuvo para acompañarte.
La despedida y el último beso, el beso de dos personas saciadas, unidas en desgracia, pero igualmente solas y desganadas."