Amanecer



{Amanecer}


El sol entra discreto por las rendijas de la ventana. Siempre olvidas cerrarla de noche, cuando abres las persianas con vehemencia para que el frío se cuele entre ellas y se lleve del ambiente un calor incriminatorio.
Es demasiado pronto para despertar, pero el sol ciega tu soledad y te impide conciliar de nuevo el sueño. Decides, como cada día, levantarte perezosamente y cerrar con un golpe seco las persianas, perdiendo minutos en cerrar a conciencia cada anclaje hasta sumirte en la negrura interrumpida por las minúsculas luces de los aparatos electrónicos: la luz del televisor, el móvil sobre la mesa lejana, cargando; un pequeño neón en la base de los altavoces; un rayo solar inflitrado bajo la puerta.
No eres consciente de lo que sucede con la luz, ni de la hora, simplemente de que debes seguir durmiendo, tu cuerpo entumecido y cansado te avisa de que no estás preparada para abandonar el lecho, que las sábanas deben seguir rodeándote, que tus brazos deben seguir intentando atrapar el aire. Te acuestas de nuevo, boca abajo, afanándote a las sábanas en un lugar concreto de la cama, abrazando a un ser invisible, besando unos labios imaginarios. Recorres tu cuerpo con las manos, con parsimonia respetuosa, en pensamientos de una mente que ya no te pertenece, una mente con distinta personalidad que se afana en imitar al que yace a tu lado sin estar allí. Detienes tus manos en el ombligo, describiendo círculos viciosos con la yema de los dedos. En ocasiones, rozas con tus uñas, que no deberían ser tan largas para poder satisfacer la veracidad de tu invención. Asciendes por tu vientre, amándote cada rincón, sintiéndote amada. Te detienes.
Remordimientos.
No debería ser así.
Recuerdas de pronto qué hora es, a qué se debe la luz.
Está amaneciendo, la hora ya es pasada. Los recuerdos de la noche pasada sacuden tu cabeza como un vendaval. Anoche debías estar con el amor, soñando la noche y besando la pasión. El encuentro deseado había llegado, durante tiempo de amor incontenido y sueños esperados, el primer encuentro debía haber sucedido. Pero nunca llegó, esperaste y esperaste sentada en un parque abandonado, solitaria sin la presencia de aquel que debía llenar los espacios vacíos y decirte al oído, frente a frente, lo que siempre te había dicho y nunca había sucedido. Deseaste esperar porque sabías que era el momento, que vendría, después de tantos planes y años de desazón.
Era de día, te encontrabas en tu habitación, sola de nuevo como siempre, sin encuentros, sin miradas, con palabras sin sonido y fotografías sin carácter. Pensando sus besos, sus caricias, los inventos de tu mente que maquiavélica, volaba tu imaginación para olvidar la noche e inventar, para ti, un nuevo comienzo con alguien a tu lado. Tus manos volvieron a recorrer tu piel, sin remordimientos, no eras tú la que se amaba, no eras la que se envolvía entre sus manos, eras aquel que anoche llegó tarde y acudió sin demora por la mañana. Para amarte.
Agarraste con una mano las sábanas, besaste unos labios que desaparecían en el aire, a pesar de sentirlos tan cercanos. Tus manos te guiaron en tu camino, el frío de la noche se envolvió en un calor abrasador, renaciente, que reverberaba tu interior. La noche te descubrió la soledad de las palabras sin sentido y las promesas sin cumplir. Pero ahora te convenciste, eras querida por un ser invisible y tus manos fueron dueñas del amor y la pasión, al amanecer.

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