Las ensoñaciones le habÃan transportado hacia lugares fuera de lo común, sobrenaturales.
Edgar dudaba que hubiese sitio en el mundo en el que él no hubiere andado antiguamente.
Ahora, en una calle contamiada de los vicios del humo lacroso de Londres y sus industrias; y carente de luces, ansiaba en sus sueños volver a rozar los rojos cabellos de su misteriosa dama. Anhelaba el olor de su fragancia esparcida en su terso cuello, engalanado con collares de diamantes. Soñaba con desprenderla de su rojo traje de fiesta y devorar con la mirada su cuerpo imaginado.
Tantos años...
Tantos años habÃa soñado con la misma imagen, que su interior no podÃa negar la existencia de esa mujer que lo atormentaba.
No tenÃa lugar, no tenÃa más ideas, no tenÃa esperanza.
Edgar se dirigió hacia el único lugar donde, a pesar de saber que nada lo podrÃa ayudar, le dejarÃan desahogarse e intentar hallar la paz.
Como sintiendo la desgracia de los mártires, el párroco le esperaba tranquilo entre dos bancos de la Iglesia. Mirada inexcrutable y cara bondadosa.
Escchó pacientemente la odisea de Edgar, buscando un sueño que podÃa ser humo.
- Los sueños no son sino una realidad deseada.
Con estas palabras, el párroco trajo consigo un ángel, un corroborador de sus sabios pensares.
Esperaba en la puerta, vestido con su conocido traje rojo. Se sentó en un banco y Edgar se arrodilló ante ella, obnubilado por su maravillosidad.
Ella atrajo su cara hacia el pecho, como quien consuela a un niño desamparado y perdido. Él, llorando de enfado, la rodeó por la cintura y la atrajo hacia sÃ, temiendo su partida.
- Ya no sabÃa donde encontrarte.
Ante toda respuesta, ella selló los labios de Edgar con un beso. El beso de la muerte, de la esperanza del fin.
Edgar, asesino incombustible, nunca se preguntó por qué merecÃan sus vÃctimas morir. Disfrutaba con ello y sus sangrientos métodos eran conocidos en medio mundo.
Ambos se dirigieron a un lugar desconocido para él. AllÃ, Edgar le retiró el cabello a la mujer y olió su cuello, como en sus sueños diarios.
Edgar ya no tenÃa razón de ser, habÃa dejado de matar para perseguir a la mujer que se encontraba ante él.
La despojó de su largo vestido y dejó decorando su cuerpo el collar que sabÃa que tendrÃa.
Contempló su cuerpo desnudo, recorriendo su anatomÃa, temiendo no tener otra oportunidad para hacerlo.
Pero sus instintos fueron más poderosos que él y, desesperado, se recostó sobre su amada y la penetró con la pasión de todos los años de búsqueda y tristeza. Ella lo acogió con dulzura y con sus piernas lo abrazó.
Edgar creÃa estar soñando, como en otra de sus muchas divagaciones. ¿Cuánto durarÃa el sueño esta vez?
Asà fue, con su último aliento de éxtasis, el asesino palideció y cayó inherte sobre la mujer.
Ella, sonriendo, acarició el pelo fúnebre del hombre. Riendo, el ángel negro se vistió y salió de la habitación, dejando al pobre Edgar muerto, solo con sus sueños...